En toda mi vida, ningún otro cumpleaños había sido tan anticipado como este, aunque no para bien. Quisiera hablar de un conteo regresivo lleno de entusiasmo, de una gran celebración por lo logrado durante mi primera década como adulto y de la emoción por lo que me espera en mis treintas, pero no. Mis ánimos van hacia una dirección bastante opuesta.
Siempre me pareció estúpida aquella reflexión sobre si tu versión de niño estaría orgullosa del adulto que eres ahora. De pequeño, yo me veía siendo médico, casándome, teniendo un par de hijos y con una familia tan feliz como la que mis padres formaron durante mis años infantiles. En este caso, ni siquiera es que no lo haya logrado, sino que tardé poco en descubrir, de más grande, que no quería nada de eso realmente. Ese pequeño Damián está muerto, no existe más y no le debo un carajo a un mocoso que no sabía nada de la vida. Odio a los niños y mi versión de niño no sería la excepción si la tuviera al frente.
Sin embargo, hay otras versiones de mí a las que sí me duele muchísimo estar defraudando. Hasta hoy guardo una muy profunda conexión con mi yo adolescente, con las inquietudes y con los sueños que tenía por aquel entonces, más allá de que hoy no los mantenga. A los 15 años, cuando vi que no podría ser un futbolista profesional, quise después ser un periodista deportivo reconocido, aunque hoy creo, en retrospectiva, que simplemente aspiraba a convertirme en alguien importante dentro de alguna de mis aficiones. También, desde los primeros meses de mi relación con Rebeca, andaba ya con la absurda idea de encontrar el amor verdadero y hacer todo un proyecto de vida en pareja. Eran básicamente esas dos cosas. No pedía mucho más, pero no sabía que eso ya era pedir demasiado a la vida, a las personas y a mí mismo. Evidentemente, mi yo adolescente tampoco sabía un carajo sobre nada, pero a él sí quisiera abrazarlo y pedirle disculpas.
Desde pequeños nos enseñan que las metas se consiguen con esfuerzo, con dedicación y teniendo claro hacia dónde queremos ir. Nos dicen también que el camino puede ser duro, que habrá dificultades, pero que la perseverancia nos ayudará a superarlas. Esas expectativas son aún más fuertes si desde niño te perfilas como alguien inteligente o con algún tipo de talento, como creo que era mi caso. Pero no. Obviamente las cosas no son así y hay miles de factores de por medio que no tienen que ver con lo que hagamos o dejemos de hacer. Antes de quedar como un idiota, aclaro que no es que esté descubriendo estas falsedades recién a los 30 años. Todas las fui entendiendo en un lapso de tiempo muy prolongado, desde que terminé la secundaria hasta hace apenas un par de meses.
Cada uno de mis 'pilares del éxito' fueron cayéndose en diferentes momentos y por distintos motivos, formándose así este Damián desencantado, deprimido, nihilista, insatisfecho consigo mismo y con la vida en general, sin un rumbo fijo en ningún ámbito de la misma.
A veces ocurrió que no tuve la suerte ni los privilegios, porque la meritocracia es una mentira en esta sociedad capitalista. En otros casos hubo pasiones profesionales que de repente se apagaron sin que pudiera encontrar nada que las reemplace. También se cruzaron en mi camino personas de mierda, aunque creo que sería más justo mencionarlo en singular por el diferenciado impacto que tuvo la desgraciada de Rebeca en esos nueve años de abusos.
Fuera de los factores externos y ajenos a mi control, obviamente están los que sí son completa responsabilidad mía, tanto los que logro identificar bien hoy como aquellos que tal vez vaya a comprender posteriormente. Muchos descuidos, decisiones propias y acciones de autosabotaje en tiempos más recientes, me trajeron hasta esta versión que resultaría bastante decepcionante para el Damián adolescente, para el de sus tempranos veintes, e incluso para el de 27 o 28 años que ya miraba de reojo el final de la supuesta mejor década de la vida.
En un plano aparte —porque no sé a quién culpar por eso— pondría a todas las descreencias y cambios en mi manera de pensar que se fueron acumulando conforme crecía. Dejé de creer en Dios, en la justicia divina, en la vida después de la muerte, en el matrimonio, en la monogamia, en el amor a largo plazo y en muchas de las definiciones que llegué a tener sobre la felicidad y el éxito, si es que hoy me queda alguna. Ojalá todos estos cuestionamientos se hubieran dado de golpe y a una edad mucho más temprana, pero lamentablemente surgieron poco a poco y de manera caprichosa, haciéndome replantear mi vida en más de una ocasión y llevándome por momentos a giros, a golpes de realidad y a decisiones bastante dolorosas. Con ese trayecto, supongo que es lógico que hoy ande tan desorientado.
En medio de esta crisis, a veces resuenan en mi mente algunas voces gentiles y alentadoras. Recuerdo a Sabrina repitiéndome que hice lo mejor que pude con las herramientas que tuve al alcance en cada situación que me puso a prueba. Pienso también en amigos y amigas diciéndome que se trata de un simple número arbitrario, no tan diferente del 29 o del 31. También me vienen a la mente reflexiones de psicólogos en YouTube o en TikTok sobre lo nociva que es la presión que muchas personas nos ponemos en este tramo, que parte de un ideal muy poco realista para la mayoría de la gente.
En la teoría, una parte de mí le da la razón a todos ellos, pero en mi corazón, en mi amor propio, cuesta muchísimo no sentirme como una triste promesa incumplida.
Creo que, a pesar de todo, aún mantengo esperanzas de mejorar y cambiar el enfoque de estos pensamientos que tanto daño me hicieron durante la espera hasta este cumpleaños. Si no fuera así, no decidiría seguir respirando todos los días. Un muy pequeño fuego interior me mantiene en esa búsqueda de nuevos propósitos. Solo espero poder hacerlo arder más y no tardar demasiado en lograrlo. Si hay algo que quiero evitar a toda costa de cara al futuro, es volver a sentir todo el peso del tiempo perdido.
Billie Eilish - Getting Older